Estar presente, sentir, reflexionar e intervenir en el espacio, despertando emociones e implicando nuestro ser por el bien común, son afanes que me motivaron siempre.
Cursaba el octavo semestre de mi primera carrera, era una semana de acciones, cuando los estudiantes de historia del arte decidimos hacer notar nuestra presencia en la Facultad, y lo hicimos juntos; mas, yo necesité un poquito más. Tomé una parte del jardín de Letras para presentar una meditación personal, que llegaría a resonar entre algunos compañeros. Fue una estaca al césped. Hierro, que con ayuda de mi padre logramos que tuviera un ojo de aguja, la pinté de rojo y pasé por ella una soga. Con algo de esfuerzo le di forma de bucles, ondulaciones sostenidas por hilos de nailon, aparentemente imperceptibles, los mismos que dirigían el camino de esta cuerda pintada de azul a celeste. Situándose entre las ramas, colgándose a ellas, desplegando una helicoidal en busca de claridad, de cielo abierto. Curiosamente, la llamé “Ciclos”. Tenía que ver con un ejercicio de reflexión y crítica simbólica en relación a nuestro proceso como estudiantes. Hoy, vuelve a mí con una nueva conciencia. Era también dibujo en el espacio, líneas puras, pensadas para una pequeña acción. Proyectada en el tiempo, es referente de esta búsqueda espiritual, rítmica, ondulante, anímica y sujeta a tierra, con un color clave, el rojo, el primero que como seres humanos pudimos distinguir. Al presente, su esencia sigue en mí.